16 de febrero de 2009

Buena Fé

Al entrar en el estudio de un concepto tan frecuentemente utilizado en el derecho positivo, conviene distinguir lo que representa el término buena fe, del principio que ésta viene a inspirar. En efecto, mientras aquél no es más que un concepto técnico utilizado por el legislador en la descripción de los más variados supuestos de hecho normativos, éste, el principio general, obliga a todos a observar una determinada actitud de respeto y lealtad, de honradez en el tráfico jurídico, y esto, tanto cuando nos encontramos en el ejercicio de un derecho como en el cumplimiento de un deber.

Desde este último punto de vista, la buena fe se consagra como un principio general del derecho, que puede ser entendido de dos diferentes maneras: subjetiva o psicológica y objetiva o ética.

Para la concepción psicológica, la buena fe se traduce en un estado de ánimo consistente en ignorar, con base en cualquier error o ignorancia, la ilicitud de nuestra conducta o de nuestra posición jurídica (art. 433 C.C.). La concepción ética exige, además, que en la formación de ese estado de ánimo se haya desplegado la diligencia socialmente exigible, con lo cual, sólo tiene buena fe quien sufre un error o ignorancia excusable.

En la doctrina moderna se manifiesta cierta tendencia a que prevalezca la buena fe entendida en la forma objetiva o ética, si bien no faltan ni aplicaciones de la tendencia subjetiva, ni posturas sincréticas, que combinando ambas concepciones, afirman que la buena fe es la creencia de no dañar a otro, que tiene en todo caso un fundamento ético.

Se ha venido afirmando también que la buena fe subjetiva, en cuanto protectora de la apariencia jurídica, desplegaba su eficacia en materia de derechos reales, mientras que la objetiva jugaba con preferencia en los derechos de obligación. Pero lo cierto es que tanto una como otra están presentes en el ejercicio de cualquier derecho subjetivo, con independencia de la naturaleza de éste.

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