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16 de febrero de 2009

Código Civil

Código Civil.

Derecho Civil

Texto legal del Derecho privado español, que entró en vigor (en su edición corregida), por Real Decreto de 24 de julio de 1889, que ordenaba la inserción del mismo en la «Gaceta de Madrid».

El Código Civil tiene en nuestro sistema jurídico una trascendental importancia, así por lo que metodológicamente significa, como por haber reunido en su contenido buena parte del Derecho Civil español común.

Metodológicamente, expresa el triunfo en España de la codificación, sistema de ordenación de normas caracterizado por su estructura orgánica interna, que responde a una concepción política del Derecho, propia de las ideas liberales de la Revolución francesa; siquiera tal impulso fue, en el caso español, bastante más moderado. Aunque no fue el primer Código (le precedió el de Comercio, y la misma Ley hipotecaria, cuyo contenido excedía de los marcos propios de un simple texto legal), sí es la expresión más acabada de lo que un Código implica.

La codificación, como ha resaltado DE CASTRO, supone, a diferencia de las compilaciones o recopilaciones de leyes, una visión total del mundo, con la consciencia de una serie de principios rectores que dan unidad orgánica al ordenamiento jurídico de una sociedad. «Hacer un Código organizador del general convivir, de acuerdo con el sentimiento e idea nacional, es tarea nada fácil; pero una vez realizada, será de enorme trascendencia, tanto si nace para implantar un ideal revolucionario como si se limita a conseguir la unidad de la legislación según los moldes ya aceptados [...]. Sea cualquiera la tendencia a la que sirva, supone una condensación de ideas, que con ello sólo adquiere una mayor fuerza de expansión; su carácter monumental les confiere el carácter de la obra lograda y la estabilidad de la labor difícil de rehacer; para la nación que lo realizó es internamente un centro de seguridad jurídica, de permanencia institucional y el herramental más seguro para la unidad jurídica; externamente [...] será un medio enérgico de influencia cultural».

El primer esfuerzo codificador se manifestó en las Cortes de Cádiz, en las que Espiga y Gadea propuso la designación de varias comisiones de reforma legislativa, una de las cuales quedaría encargada de atender la codificación civil (propuesta recogida en el art. 258 de aquella Constitución). La reacción absolutista de 1814 impidió fructificar dicho esfuerzo, que ha de esperar a la reforma liberal de 1820. Este año se nombró una comisión, la cual, trabajando intensamente, pudo en breve tiempo presentar un proyecto del Código Civil (1821), que, aunque simplista, era de indudable valor para su época. La reacción absolutista de 1823 acabó con el esfuerzo (en 1832 se publicaba, así mismo, el proyecto particular de Gorosábel; y en 1834, el redactado por Fernández de la Hoz con igual carácter).

En 1843 se crea la Comisión General de Códigos, que en 1851 ofreció el proyecto más importante de cuantos precedieron al primer Código Civil; si bien, dicho proyecto no alcanzó rango legislativo, lo que obligó a una proliferación de leyes especiales (Hipotecaria, del Notariado, Aguas, Minas, etc.), que afectaron sin duda la obra codificadora.

Nuevamente en 1880 se intenta afrontar la codificación civil. Por Real Decreto de 2 de febrero de dicho año se pretende sustituir el sistema de unidad exclusiva de la legislación civil por el de unidad armónica de las diversas instituciones nacionales (en respuesta a la presión foralista, reacia a ver absorber sus fueros en un cuerpo nacional de leyes). En 1881 se aprueba un proyecto de Ley de Bases, que autorizaba la publicación del proyecto de Código Civil de 1851, con una serie de pertinentes modificaciones. En 1882 se presentaron a las Cortes los dos primeros libros del futuro Código, y en 1885 se sometió un segundo proyecto (de Francisco Silvela), que, examinado por la Comisión de las Cámaras y sancionado por el poder real, se convirtió en Ley de Bases para el Código Civil, de 11 de mayo de 1888. Resultado de esta Ley de Bases fue la presentación de un proyecto de Código Civil, que, aprobado, se publicó por Real Decreto de 6 de octubre de 1888, que entró a regir el 1 de mayo de 1889. Ordenada una nueva edición, que venía a corregir algunos defectos habidos en la primera, se publica nuestro Código Civil por Real Decreto de 24 de julio de 1889.

El Código así publicado sigue el plan sistemático romano francés, resultante de la clásica división del Derecho Civil en tres ramas (personas, cosas, acciones), con la única innovación de añadir un Libro IV, dedicado a Obligaciones y contratos, lo que se debió más que a deseos de novedad, a reducir la exagerada extensión dada a un Libro III (cual ocurrió con el Code).

El texto aparece dividido en Libros, títulos Capítulos y, a veces, en secciones. El articulado alcanza la cifra de 1.976 (disposición derogatoria), 13 disposiciones transitorias y tres disposiciones adicionales. Los libros son cuatro: I. De las personas (arts. 17-332). II. De los bienes, de la propiedad y sus modificaciones (arts. 333-608). III. De los diferentes modos de adquirir la propiedad (arts. 609-1.088). IV. De las obligaciones y contratos (arts. 1.089-1.975). Van precedidos de un Título preliminar (arts. 1-16), de las leyes, de sus efectos y de las reglas generales para su aplicación.

Su contenido se forma con normas aplicables de modo general a numerosas materias jurídicas, en exceso de las que estrictamente regula el texto, por lo que puede decirse que dicho contenido expresa el Derecho común español. Parte del mismo es materia propia de una Constitución (aplicación de las normas, nacionalidad, etc). o, al menos, del Derecho público. Lo que explica, en parte, su carácter de Derecho supletorio general, tanto para éste como para el Derecho privado.

Políticamente, el Código Civil, aunque liberalizante e individualista, no recogió todo el Derecho nacional; mantiene la tradición del Derecho histórico, ajustado en lo mínimo a las exigencias del momento, destacando su temple conservador en múltiples instituciones, y dejando subsistente el Derecho de las zonas forales.

Técnicamente es un Código sencillo, llano en sus expresiones, poco técnico en su léxico, fácilmente entendible por cualquiera; y, por ello, criticado por carente de rigor, así científico como sistemático, confuso en su terminología, aunque con un rico castellano y, si bien ajustado al modo moderno de redacción normativa, encierra un claro valor literario.

Como obra, no aspiraba a la existencia dilatada. Se preveía su reforma regular y periódica por medio de las Memorias anuales de las Audiencias, integradas en sendas labores de la propia Comisión, para reformar decenalmente el texto del Código. Nunca se hizo así, lo que ha obligado a reformas posteriores, ocasionales, a veces improvisadas, no siempre bien pensadas y, con frecuencia, desarmonizadoras de la propia estructura interna [V. Derechos Forales (Compilaciones Forales); Derecho Civil].

Capacidad de obrar de la persona individual

I. Concepto.

A. Introducción. Una de las ideas jurídicas fundamentales es la de capacidad. Al jurista le interesa conocer cuándo una persona puede actuar válida y eficazmente en derecho, y cuáles son los efectos del acto o negocio realizado con capacidad deficiente o sin ella.

Pero para poder examinar estas cuestiones es preciso sacar a la luz las diversas acepciones que se esconden bajo el término capacidad, y deslindarlo de una serie de conceptos íntimamente ligados a ella.

B. Capacidad jurídica y capacidad de obrar. Tradicionalmente se han venido distinguiendo dos especies de capacidad en la persona individual: capacidad jurídica y capacidad de obrar.

La capacidad jurídica se presenta como aptitud para ser titular de relaciones jurídicas, o lo que es lo mismo, sujeto activo o pasivo de derechos y obligaciones.

Esta capacidad se define como un atributo de la personalidad, y desde una perspectiva estática, de modo que es una, igual para todos los hombres, uniforme; también es indivisible, en el sentido de que no caben grados ni modificaciones; es así mismo abstracta, sin que pueda diferenciarse según el acto o negocio concreto, ya que se predica por igual para toda actuación jurídica; acompaña a la persona desde que nace hasta su muerte, y es inherente a ella, de modo que sólo se pierde con ésta.
La capacidad de obrar se define como la aptitud par ejercitar relaciones jurídicas. Esta capacidad se contempla desde una perspectiva dinámica, como posibilidad no ya de ser titular de relaciones jurídicas, sino de actuar válidamente por sí en derecho. No es uniforme, sino contingente y variable y admite graduaciones, de manera que carece totalmente de ella el recién nacido, la tiene limitada el menor emancipado y la disfruta plenamente el mayor de edad.

La razón estriba en que para ser capaz no basta con la capacidad jurídica, sino que además es necesario tener conocimiento y voluntad; y puesto que estas cualidades no las tienen todas las personas en el mismo grado, tampoco gozarán de la misma capacidad de obrar. Pero en buena técnica jurídica debemos precisar que la capacidad de obrar deriva del estado civil de las personas y no de sus condiciones naturales de conocimiento y/o voluntad. El derecho tiene en cuenta estas condiciones para asignar un específico estado civil, y la capacidad del individuo dependerá directamente de éste.

De esta manera, el conocimiento del estado civil del sujeto nos releva de la necesidad de comprobar en cada caso concreto sus condiciones de madurez, ya que bastará con saber cuál sea su estado civil para de esta manera determinar su capacidad de obrar. Esto vale como regla general, sin perjuicio de que en determinadas ocasiones sea necesario fijarse en las circunstancias personales del sujeto (por ejemplo, cuando se atiende a «sus condiciones de madurez», «suficiente juicio», en relación con los menores).
C. Capacidad general y capacidad especial. La capacidad general hace referencia a la posibilidad de actuar válidamente en la totalidad de los actos y negocios jurídicos, prescindiendo de su clase y naturaleza.

Frente a esta capacidad general podemos hablar de una capacidad especial, que es aquella que el ordenamiento exige en supuestos concretos atendiendo a la específica naturaleza o efectos propios de un acto o negocio determinado, sin que por ello se entienda que el sujeto es incapaz, simplemente no podrá realizar con eficacia un determinado acto jurídico. Esta capacidad puede significar tanto una ampliación de los requisitos exigidos por la capacidad general (como es el caso de la adopción, artículo 172, en que no basta la capacidad que otorga el status de la mayoría de edad) cuanto una disminución de tales requisitos (como es que para otorgar testamento abierto o cerrado sea suficiente haber cumplido los catorce años, aunque el testador esté sujeto al estado civil de la minoría de edad).

D. Capacidad natural. Es sinónimo de condiciones psíquicas adecuadas. Para realizar un acto concreto, además de la capacidad de obrar, es necesario que el sujeto se encuentre en situación normal de entender y de querer. Así, el acto realizado por un mayor de edad en estado de sonambulismo o de embriaguez, no será válido por falta de consentimiento.

E. Legitimación. Puede definirse como reconocimiento que el ordenamiento jurídico hace a favor de una persona de la posibilidad de realizar con eficacia un acto jurídico, derivando dicha posibilidad de la relación existente entre el sujeto que actúa y los bienes o intereses a que su acto atienda.

Se diferencia de la capacidad propiamente dicha en que para fijar esta última el derecho tiene en cuenta las cualidades personales del sujeto y su estado civil, mientras que en la legitimación se trata de establecer una relación entre el sujeto y el objeto del derecho.

La legitimación puede ser activa o pasiva; la primera se refiere a la posibilidad de ejercitar eficazmente un derecho; la segunda, a la posibilidad de sufrir las consecuencias de un acto o negocio jurídico (por ejemplo, para ejercitar un retracto convencional, está legitimado activamente el vendedor, y pasivamente el dueño de la finca).

También puede ser directa o indirecta; aquélla corresponde al titular del derecho subjetivo; ésta, a una persona distinta; serían los casos del representante legal o voluntario, sustitución...

Por último, cabría hablar de una legitimación extraordinaria por apariencia. Se basa en la necesidad de proteger el tráfico jurídico. Dicho de otra manera, es preciso proteger a quien de buena fe confía en la situación de legitimidad del tradens. Son ejemplos los artículos 464 y 1164 del C.C., y las transmisiones inmobiliarias a través del R.P. y sobre todo en el campo mercantil; artículos 85, 324, 545 C.Co. Se considera extraordinaria porque se adquiere un derecho de quien no es titular del mismo.

F. Poder de disposición. Se requiere exclusivamente para los negocios jurídicos de disposición, y puede definirse como la facultad de realizar actos que afecten a la existencia o contenido del derecho subjetivo.

Comprende las categorías de enajenación, gravamen y renuncia.

Se diferencia de la capacidad de obrar como lo demuestra el hecho de que no siempre coincidan en el mismo titular, como en el caso del propietario menor de edad que, sin tener capacidad para enajenar tiene poder de disposición. Además, su ámbito de aplicación es más limitado, pues sólo se refiere a derechos reales mientras que la capacidad extiende su influencia a todo tipo de negocios jurídicos. Pero la diferencia fundamental estriba en que el poder de disposición es una facultad del derecho subjetivo, mientras que la capacidad de obrar es una cualidad del individuo.

G. Prohibiciones. A veces impropiamente llamada incapacidad relativa. Suponen que una persona, plenamente capaz, no puede realizar válidamente un acto o negocio jurídico por expresa disposición de la ley (ejemplos, arts. 221, 752.4, 1459 y 1677).

Deben establecerse expresamente por ley y son de interpretación restrictiva.

H. Capacidad, incapacidad y limitaciones de capacidad. Ya vimos cómo la capacidad de obrar no es uniforme, sino susceptible de variaciones en función del estado civil de las personas. De esta manera podemos hablar de distintos grados de capacidad en el individuo, que podemos clasificar de menor a mayor. El grado mínimo sería la carencia absoluta de capacidad; el máximo, la situación de plena capacidad; y entre ambos podemos encontrar diversas situaciones jurídicas en las cuales el sujeto, sin ser incapaz, necesita para ciertos actos o negocios jurídicos un complemento de capacidad (emancipados, pródigos, sometidos a curatela...). En este último caso es cuando hablamos propiamente de limitación o restricción de capacidad.

Esta situación se caracteriza porque si bien existe una presunción de plena capacidad, no obstante, en determinadas ocasiones, el ordenamiento jurídico exige en la propia protección del sujeto y en la de los terceros, la asistencia de determinadas personas (padres, curadores, cónyuge...). Fuera de estos actos concretos, el sujeto debe ser considerado como una persona plenamente capaz.

Por el contrario, en la situación de incapacidad, el sujeto como en principio no puede actuar por sí válidamente en derecho, necesita el concurso de personas que le representen (padres, tutores...). Dicho gráficamente, en los supuestos de capacidad restringida la regla general es la plena capacidad, y la excepción la necesidad de complemento; mientras que en la incapacidad la regla general es la imposibilidad de actuar por sí y lo excepcional será lo contrario.

Es necesario distinguir estos conceptos de la idea de prohibición. Ésta se fundamenta en razones objetivas, normalmente de moralidad u orden público, por lo que la actuación contraria a la norma impeditiva será siempre nula (art. 6.3 C.C.); mientras que las restricciones de capacidad se establecen por razones subjetivas y el acto realizado sin el complemento de capacidad necesario será anulable. También se distinguen en que la prohibición tiene un carácter singular y concreto, mientras que la incapacidad y la restricción de capacidad se proyectan sobre un campo más amplio. Hay que decir, además, que los términos capacidad e incapacidad son antagónicos, mientras que la prohibición presupone capacidad.

Por último, la incapacidad, las prohibiciones y las limitaciones a la capacidad deben ser excepcionales e interpretadas restrictivamente, y existe, según constante doctrina jurisprudencial, una presunción general de capacidad.

Buena Fé

Al entrar en el estudio de un concepto tan frecuentemente utilizado en el derecho positivo, conviene distinguir lo que representa el término buena fe, del principio que ésta viene a inspirar. En efecto, mientras aquél no es más que un concepto técnico utilizado por el legislador en la descripción de los más variados supuestos de hecho normativos, éste, el principio general, obliga a todos a observar una determinada actitud de respeto y lealtad, de honradez en el tráfico jurídico, y esto, tanto cuando nos encontramos en el ejercicio de un derecho como en el cumplimiento de un deber.

Desde este último punto de vista, la buena fe se consagra como un principio general del derecho, que puede ser entendido de dos diferentes maneras: subjetiva o psicológica y objetiva o ética.

Para la concepción psicológica, la buena fe se traduce en un estado de ánimo consistente en ignorar, con base en cualquier error o ignorancia, la ilicitud de nuestra conducta o de nuestra posición jurídica (art. 433 C.C.). La concepción ética exige, además, que en la formación de ese estado de ánimo se haya desplegado la diligencia socialmente exigible, con lo cual, sólo tiene buena fe quien sufre un error o ignorancia excusable.

En la doctrina moderna se manifiesta cierta tendencia a que prevalezca la buena fe entendida en la forma objetiva o ética, si bien no faltan ni aplicaciones de la tendencia subjetiva, ni posturas sincréticas, que combinando ambas concepciones, afirman que la buena fe es la creencia de no dañar a otro, que tiene en todo caso un fundamento ético.

Se ha venido afirmando también que la buena fe subjetiva, en cuanto protectora de la apariencia jurídica, desplegaba su eficacia en materia de derechos reales, mientras que la objetiva jugaba con preferencia en los derechos de obligación. Pero lo cierto es que tanto una como otra están presentes en el ejercicio de cualquier derecho subjetivo, con independencia de la naturaleza de éste.